jueves, enero 14

Buenos propósitos

Hay dos momentos al año en los que hacemos recapitulación y nos proponemos una especie de borrón y cuenta nueva: las vacaciones de verano y después de Año Nuevo. El primer caso es un hito con cierta lógica -una temporada de descanso que permite refrescar la mente y adquirir perspectiva-, pero el segundo no tiene mucho sentido. Se trata sólo de un cambio de guarismo, el paso de un número al siguiente, una mera convención cultural (que, a fin de cuentas, es lo que es el calendario). Aunque, claro, también significa el final de un ciclo y el comienzo de otro, y los seres humanos somos muy sensibles a los ciclos.

Sea como fuere, el paso de un año a otro nos mueve a emprender un cambio de vida que, por desgracia, rara vez llevamos a cabo. Todo son buenos propósitos. Llevaré una vida más sana, iré al gimnasio, me haré valer en el trabajo, perderé la virginidad, escribiré una obra maestra, me la cascaré menos... Luego, claro, seguiremos dándole alegremente al colesterol, nos inscribiremos en un gimnasio que no volveremos a pisar, continuaremos siendo unos curritos con menos vida amorosa que el chofer del Papa, escribiremos las mismas chorradas de siempre y... bueno, eso sí, con los años practicaremos menos el onanismo, qué remedio. Hace un momento, he oído en la radio que el deseo para el año nuevo más citado en la Red es perder peso, lo cual resulta lógico teniendo en cuenta las entripadas navideñas. Eso me ha movido a preguntarme cuál sería, aparte de adelgazar, mi propósito para el 2010. O, dicho de otra forma, cuál de entre mis múltiples defectos debería proponerme corregir.

Dada la vastedad de la materia en cuestión (mis defectos), la elección se antoja compleja, pero en realidad no lo es. Hay defectos que no sólo son negativos en sí mismos, sino que además generan otros tachas del carácter. Son defectos-madre, por así decirlo. Pues bien, mi principal defecto-madre es, sin lugar a dudas, la impaciencia, que me genera además intolerancia y malhumor. Y es curioso, amen de paradójico, pues me dedico a escribir, una labor lenta que requiere toneladas de paciencia. Pero, aparte de eso, en todos los demás aspectos de la vida soy un cagaprisas intolerante. En fin, podría deberse a mi pasado publicitario –pues la publicidad es uno de los trabajos más acelerados que existen-, pero lo cierto es que el problema viene de mucho antes. Recuerdo que, cuanto tenía dieciséis o diecisiete años, una amiga me pidió que le explicara algo, no recuerdo qué, sobre matemáticas. Quedamos en un bar, comencé a explicarle el asunto... y a los diez minutos me sorprendí a mí mismo gritándole desaforadamente a mi más bien obtusa amiga y reprimiendo unas inmensas, avasalladoras, ganas de estrangularla.

Para que os hagáis una idea de las dimensiones de mi impaciencia, os narraré una de las situaciones que más irritación asesina me provocan. Seguro que habéis vivido algo similar. Veamos: estoy en la cola de una caja del supermercado y justo delante de mí hay una venerable anciana de setenta y tantos años, una dulce abuelita de suaves modales y sonrisa seráfica. Después de esperar quince minutos en la cola, llega el turno de la ancianita y la buena mujer saca trabajosamente los artículos del carrito, para luego colocarlos en el mostrador de la caja muy despacio, despacísimo. Vale, pienso con calma, la pobre mujer tiene artritis, reuma o cualquier otra dolencia que le impide moverse con diligencia. Pobrecilla.

La cajera pasa los artículos por el escáner y le comunica a la frágil anciana el montante de la operación. Entonces sucede algo terrible. La anciana, con movimientos tan parsimoniosos que parece que estuviera debajo del agua, se descuelga el bolso del brazo, lo abre, saca la cartera y la abre. Podría haberse ocupado de todo eso mientras la cajera hacía su trabajo, pero no, ha tenido que esperar hasta que el último yogur pasara por el escáner. Pero no importa, con la edad se pierden los reflejos, ya se sabe. Bueno, cabría esperar que la provecta anciana sacase unos billetes, pero no, eso sería lo fácil. Por alguno motivo que no alcanzo a atisbar, la delicada anciana tiene el monedero de su cartera atiborrado de monedas, la inmensa mayor parte de ellas céntimos. Y lentamente, porque no ve ni pijo, empieza a depositar las moneditas en el mostrador, una a una, equivocándose varias veces al contar. Para entonces, yo estoy estupefacto; ¿de dónde cojones ha sacado esa mujer tantísimas monedas? Descartando que se dedique a robar los cepillos de las iglesias, sólo se me ocurre una alternativa: la buena señora, sin duda una jubilada con muchas horas libres, mata el tiempo yendo cada mañana a la caja de ahorros, donde cambia un billete de cincuenta en tropecientos céntimos, para luego dirigirse al supermercado y divertirse mareando a la cajera. Pero esto sólo es una suposición, claro.

El caso es que aquí se abren dos alternativa: 1. Después de equivocarse varias veces contando las monedas, la pulcra anciana descubre que no tiene suficientes céntimos para completar el montante. 2. Después de equivocarse varias veces contando las monedas, la débil anciana deja el precio exacto sobre el mostrador. Entonces, la cajera vuelve a contar las monedas (más deprisa, pero, ay, son tantas...) y descubre que aún faltan unos cuantos euros. En ambos casos, la entrañable anciana volverá a rebuscar pausadamente en su monedero y en su bolso, convencida de que por alguna parte debe de haber otro filón de céntimos. Pero no lo hay, así que la tierna anciana, con toda la parsimonia del mundo, saca un billete de cinco o diez euros, lo deja sobre el mostrador y se pone de nuevo a contar monedas para completar el total. Tras equivocarse de nuevo varias veces, la buena mujer deja el billete y las monedas frente a la cajera, que vuelve a contarlas para descubrir que todavía falta pasta. Pero como tiene las monedillas sobrantes a mano, se ocupa ella misma de corregir el error. ¡Un hurra por la cajera!

Bien, el pago se efectúa y la cajera le tiende el tíquet a la simpática anciana. Ésta coge el recibo, lo lee con atención (y con dificultad, ya hemos dicho que ve menos que un gato de escayola), lo dobla cuidadosamente y lo guarda en la cartera; luego, se pone a meter los céntimos sobrantes en el monedero, uno por uno, con calma, no vaya a fracturarse un dedo. Concluida la recolecta de monedillas, la gentil anciana cierra el monedero, lo guarda y cierra el bolso. Todo muy despacio. A continuación, se pone a meter los artículos que ha comprado en bolsas, sin prisas, colocando y recolocando todo con meticulosa calma. Finalmente, como a cámara lenta, se ajusta el abrigo, se cuelga el bolso del hombro, coge el bastón y las bolsas, se despide de la cajera y se aleja pausadamente.

Pero, mucho antes de que eso último suceda, allí estoy yo, congestionado, con las manos aferradas al carrito y una vena latiéndome en la sien, sudando adrenalina y conteniendo a duras penas el irrefrenable deseo de agarrar a esa vieja de los cojones por el cuello y hacerle tragar, uno a uno, todos los puñeteros céntimos que lleva en el maldito bolso. La estrangularía, le arrancaría las tripas y saltaría a la comba con ellas, la empalaría con su jodido bastón... ¿Veis? Eso que acabo de describir, un escena que a muchos enternecería, a mí, por culpa de mi impaciencia, lo único que me produce es un profundo furor asesino. Y, no cabe negarlo, un defecto que te mueve a querer despellejar a una inefable abuelita es, sin duda alguna, un pésimo defecto. Así que ése es mi buen propósito, lo que le pido al nuevo año: paciencia.

Pero la quiero ya, ¿eh?, ahora mismito.

13 comentarios:

Diva Chalada dijo...

Yo le hice una faena parecida a alguien. Fui a Berlín un finde con los Erasmus y estábamos jugando a las cartas en el hostel cuando me entró sed. Llevaba un chorro de céntimos enorme y pensé que esa era la mía. Eso sí, al menos los conté y preparé antes de ir a por la Fanta: un euro y treinta céntimos en moneditas de cobre. Cuando me vio la recepcionista, soltó la frase más sincera que he oído nunca: "Oh, God, no, not here!" Pero aceptó. Le ayudé a contar las moneditas, nos reímos, y me pidió que no lo volviera a hacer. Espérate tú que vuelva a Berlín.

Hacía años sí hacía propósitos, pero nunca los cumplía. Así que ahora solo elijo un propósito para concentrarme mejor... Y ni aun así lo cumplo. El de 2009 fue no hablar mal de nadie. Fue bien hasta que volví a la universidad, con mis amigos las largas noches de tertulia. No se puede ser una corderita.

El de 2010 es ir a nadar 30 veces, sea en piscina o mar, antes del 30 de septiembre. Bueno. Aquí el invierno es eterno, vuelvo a España en agosto y tendré que estudiar porque cargo ya 4 asignaturas para septiembre -de verdad, espero que a tu hijo mayor le convalidaran más asignaturas en su Erasmus-, así que básicamente tendré que nadar aquí. Veremos si lo logro.

En cuanto a la abuelita... Esa señora debería hacer la compra por Internet. Por cierto, quién es la de la foto? Un beso,

Cristina

Palimp dijo...

Lo peor es que hay mucha gente joven con igual pachorra o peor. El otro día en el super un joven de unos veinte años:

1.- Esperó a que pasaran todos los productos para empezar a pagar.

2.- Aunque pagó con tarjeta le costó encontrarla y luego el carnet que llevaba en otro sitio.

3.- Más que firmar parecía que estaba escribiendo un libro.

4.- En ese momento empieza a meter las cosas en las bolsas. Parsimonia, incapacidad para abrir las que tienen el plástico pegado...

P'aberlo matao.

La Vieja Piragua dijo...

Hay al menos otras tres variantes sobre ancianitas: 1) la que se cuela descaradamente en la cola del mercado (mi abuela era una experta); 2) la que se cuela con permiso en la cola del supermercado porque sólo tengo estas cositas (después viene todo lo que has descrito); y 3) la que una vez vaciado todo el monedero descubre que efectivamente no lleva suficiente dinero y calcula también despacio cuáles de los productos va a dejar en la caja.

Los expertos en meditación Zen dicen que esos momentos forman parte de la vida y hay que aprovecharlos siendo plenamente conscientes de que estamos ahí, en el supermercado, junto con la cajera, la ancianita y el resto de la humanidad celebrando todos la alegría de estar vivos. Eso dicen. No sé.

Natalia dijo...

Yo lo que no soporto es a la gente que se cuela y a la gente que en las calles estrechísimas y con obras se apoya en alguna de las vallas y se queda contemplando fascinado las grúas y a las personas que están trabajando allí.

Natalia dijo...

Yo lo que no soporto es a la gente que se cuela y a la gente que en las calles estrechísimas y con obras se apoya en alguna de las vallas y se queda contemplando fascinada las grúas y a las personas que están trabajando allí, y no deja pasar a los que vamos detrás.

eulez dijo...

La pregunta que yo me hago sobre lo de la vieja pelleja es si cuando todos nosotros seamos viejos pellejos haremos exactamente lo mismo. ¿O es algo generacional (posguerra, franquismo, etc, etc)? Espero que sí, oigan.

samael dijo...

Yo a esa ancianita la perdono, pero para compensar, vaciaría una caja de munición de la M-16 sobre la criatura que colocándose en la caja que admite un máximo de 10 artículos, empieza a sacar miles y miles de distintas mercancias, algunas de las cuales no tendrá oportunidad de consumir pues inevitablemente la muete le llegará mucho antes.

Ya he tenido bastantes enfrentamientos por este motivo y hasta ahora siempre he conseguido que la cajera rechazara al listillo (que no suele ser una ancianita inocente)dándome la razón.

Mi próximo objetivo es cargarme a los que aparcan en las plazas reservadas para minusválidos.

Luego, ya vermos, tengo mucha tarea por delante.

Alicia Liddell dijo...

Puffff. Ayer mismo. Estamos en una pastelería para comprar una tarta de cumpleaños. Esperamos pacientemente más de 5 minutos a que una pareja elija una empanadilla (pregunta qué lleva cada variedad, el precio, si están buenas ...) También les cuesta trabajo encontrar el dinero para pagar la empanadilla, pero al final lo consiguen.
Nos toca el turno. Lo nuestro es rápido, queremos la tarta sacher y justo cuando la dependienta ya ha cogido la caja de cartón para introducir en ella la tarta (han pasado 30 segundos), aparece una propia que empieza a preguntar que si tienen el mismo pan que Mercadona y que cuanto cuesta y que si tiene quiere una barra ... La dependienta le pide que espere que está atendiendo, pero la individua sigue dale que dale. Me vuelvo y con muchísima acritud le digo: "Señora, ¿no ve que me está atendiendo a mí? Espérese".
Las colas deberían ser estrechamente vigiladas, ya que causan stress, acidez de estómago, cambio de carácter y violencia justificada.

Big Brother dijo...

En mi condición de hermano mayor me veo en la obligación de intervenir: César no es, ni con mucho, una persona impaciente. Todo lo contrario.Job, a su lado, era el espíritu de la irascibilidad. Pocas personas, en suma, he conocido más tranquilas que el titular de este blog...
Y tengo que dejar de escribir porque está sonando el teléfono y veo, en la pantallita de identificación de llamadas, que se trata de César. Voy a contestarle enseguida para que no se cabree.
;-)

Anónima de la 9:59 dijo...

XD Juas, juas...

Justamente hablábamos el otro día de qué cosas nos sacan de nuestras casillas y yo dije que las viejitas que cuentan céntimos en la cola del súper (por la mañana me había encontrado una). XDDD

Os propongo algo a todos, dentro de unos 20 años, quedamos todos en un sitio, vamos al banco a cambiar céntimos, y ¡¡tomamos el barrio que sea!! O sea nos distribuimos por todos los supermercados de la zona, y compramos cositas para pagar muuuyyyy leeeentamente con los céntimos.

¡¡Será nuestra venganza!! Juas, juas, juas...

Anónimo dijo...

Me he partido el bazo con tus comentarios césar, lo de aguantar a las viejecillas deben convertirlo deporte olímpico.
La próxima vez que vaya al Mercadona no podré evitar acordarme de tu post.
Por cierto, ¿para cuando una novela de humor?. Tiene que ser espantosamente difícil pero se te adivinan cualidades innatas que deberías explotar.
Mazarbul

César dijo...

Merak: la abuela de la foto es una desconocida sacada de Internet.

Palimp: gracias, amigo mío, porque apuntas dos detalles muy importantes que yo había omitido: la firma eterna y las bolsas pegadas que no logra abrir.

La vieja piragua: habría que ser el mismísimo Buda para asistir a esa situación con el ánimo tranquilo.

Eulez: si algún día me ves contado moneditas en la caja de un supermercado, pégame un tiro, por favor; ningún juez podrá culparte.

Samael: hay un relato de Fredric Brown llamado "Pena de muerte a la mala educación" y que trata... pues de eso. Un tío se entera de que tiene una enfermedad mortal y antes de palmarla se dedica a cargarse a todos aquellos que se muestran maleducados. La idea es una barbaridad, pero... joder, a veces dan ganas de hacerlo.

Alicia Lidell: sí, también están esos cabrones que tardan un huevo en comprar las cosas... malditos sean por siempre.

Mazarbul: la verdad es que ya he escrito una novela de humor: "El viajero perdido", en SM.

Anónimo dijo...

Yo me propusé leer "Vivir a muerte" este año nuevo. El propósito de leer las historias truculentas de otros quizás para no entristecerme con la mía. No es un gran propósito, pero sí una buena recomendación.

Saludos